lunes, 18 de enero de 2010

Ruidos

En la entrevista de Chiquito de la Calzada con Buenafuente, a la que aludía en el post anterior, Chiquito cuenta de una enorme rata que apareció una vez en el escenario, en medio del espectáculo. La anécdota, salvando la parodia de Chiquito al relatarla, no es exagerada. Tokio tiene tantas ratas –y de buen tamaño- como tiene cuervos. En el apartamento donde viví de 1999 a 2001, en el barrio de Nagasaki, cerca de Ikebukuro, me despertaron en una noche de verano, émulas de una caballería galopando sobre el cielo raso. A la mañana siguiente, la casera, como quitándole importancia, supuso que me tranquilizaba: “no te preocupes, son las ratas”. No recuerdo si fue sólo ese verano o si, luego, la costumbre me haría dejar de oírlas.

Lo mismo ocurriría con otros dos sonidos habituales durante mi estancia en ese apāto (1). El primero era la transmisión de los ejercicios matutinos por radio, que, puntualmente, a las seis de la mañana, repicaba cada día en los altavoces del parque al otro lado de la calle, mientras señores y señoras de la tercera edad cumplían obedientemente las indicaciones de la monitora radial. Al día siguiente de haberme mudado, la transmisión me despertó como si me hubieran levantado con el jarro de agua fría de marras. Después, también dejaría de oírla. El segundo sonido era, simplemente, tenebroso: una especie de ronroneo como de motor de agua que, en un primer momento, supuse provenía de alguna ingeniería del parque, pero cuya nocturnidad, cavernosidad, pausas, e imposibilidad de determinar su procedencia, me despavorían. Ocurría dos o tres veces a la semana y sólo después de prestar mucha atención pude colegir, para mi mayor horror, que no eran sino voces repitiendo, casi al unísono, un sonsonete. Semanas más tarde logré adivinar, veladamente, el mantra del Nam Myōhō Renge Kyō . La casera pertenecía a la controvertida secta de la Sokka Gakkai (para mí no menos tenebrosa) y su apartamento –en el primer piso- era uno de los centros de reuniones de los adeptos locales.

Con los ruidos me sucederían, en ese mismo edificio, un par de situaciones simpáticas. Una tarde la casera me llamó porque los vecinos de al lado se quejaban de que yo hacía mucho ruido. A mí me extrañó porque sabía que en los apartamentos japoneses se oye -como diría mi amigo Fernando Iglesias- hasta cuando se te rompe un condón, y la música (o la tele, incluso) la oía con audífonos, pero no dudé que ello se debía tal vez a mis visitas o, sencillamente, a ese resquemor contra los extranjeros que todavía sigue siendo frecuente en muchos japoneses y que tal vez los hace inmiscuirse -más de lo que ya es habitual en ellos- en las intimidades de sus vecinos foráneos. Mi respuesta fue, ni más ni menos, lo que había sucedido y pensado durante ese tiempo: que de mis vecinos nunca había escuchado ni un solo ruido y que, en realidad, la sensación que tenía era de que me estaban vigilando. La casera, que no esperaba esa respuesta, se encontró de pronto defendiendo a los vecinos, y así se cerró el asunto.

Pocos días después, regresando de noche hacia la casa, encontré una radiograbadora en la basura. No dentro de un tanque de basura, sino al lado. En Japón, la obsolescencia comercial de los productos es muy veloz, las habitaciones son demasiado pequeñas como para almacenar o guardar “por si acaso” y, en muchos casos, la depreciación hace que ni merezca la pena venderlos en segunda mano. Debido a que los japoneses son -por lo general- bastante cuidadosos con sus pertenencias, a que la basura es meticulosamente separada, y a que existe una regla no escrita de que si algún efecto eléctrico abandonado no está buen estado se corta el cable de conexión a la electricidad, ir de “gomi shopping” (gomi significa basura) es habitual, mucho más para los becarios extranjeros, que aprovechábamos cualquier gratuidad. El caso es que poco antes del amanecer- la radiograbadora funcionaba perfectamente y la había dejado conectada en la habitación de al lado- me despertó una canción de moda en inglés. Aún medio dormido, supuse que la música llegaba desde el parque, y que los ejercicios matutinos habían cambiado de presentación; luego, que la canción sonaba en el apartamento de esos mismos vecinos de los que nunca había oído ningún ruido, los cuales, acaso, procuraban vengarse haciéndome desvelar; finalmente, me extrañó que dos japoneses mayores, y tal como los había visto, hubieran escogido para molestarme ese tipo de música. Me levanté, y descubrí que la radiograbadora había estado programada como despertador con esa música y que por alguna razón acústica desde el dormitorio era imposible determinar que provenía de la habitación de al lado. Entre lo que tardé en despertarme del todo y lo que me puse en pie, la música habría sonado unos quince minutos, tiempo suficiente, me dije, para que me inculparan, ahora sí, con una queja fundada. Felizmente, nada sucedió.

Muchos extranjeros sostenían que en Japón había mucho ruido, pero se referían, básicamente, a todas las grabaciones que en el tren, en los elevadores o, incluso, en ciertos vehículos, indicaban el recorrido, las estaciones, los pisos, o bien advertían la dirección de los desplazamientos; igualmente, a ciertos camiones de venta con altavoces y a muchas máquinas que orientaban sobre la operación a realizar. (En una ocasión un artista alemán, estudiante de artes plásticas y al que conocíamos, hizo una exposición sobre Tokio en la que mostraba una ciudad que a mí me resultaba exageradamente colorida; al preguntarle, me respondió, que en realidad, Tokio era así; yo reconocía el color de Tokio, pero no en grado semejante al de las ciudades de Portocarrero). Cuando llegué a Japón, una de las cosas que más agradecí fue, precisamente, la sensación deslizante que lo envolvía todo: nada de gritos, puertas chirriantes, motores roncos, autos echando humo o bocinas pidiendo impacientemente el paso, sino más bien una especie de calma de movimientos, sonidos suaves o sordos y voces pausadas. Nunca, y a pesar de escuchar persistentemente aquello que los demás llamaban ruido, cambió esa sensación. Los cuervos graznaban todo el día, pero las reparaciones de las calles, por el contrario, parecían no existir.

(1). Apāto (アパート) se denomina a los edificios construidos en madera (en este caso era un edificio de dos plantas y mi apartamento se encontraba en el segundo piso); los de ladrillo o concreto se conocen como manshon (マンション). 

4 comentarios:

  1. Hola Emilio,
    lo siento, pero me quedé con lo de las ratas, el resto lo reeleré mañana.
    Lo más asqueroso que hay es una rata, así que estar acostado, todo en silencio y oir a las ratas, ¿estás seguro que te dijo que eran las ratas?.
    Buenas noches,
    bara

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  2. Hola Bara: sí, así me dijo. Yo pensaba que era otra cosa, no sé bien qué, pero otra cosa, alguien que andaba por el techo, no sé. La verdad, a las ratas nunca las oí chillar, ni rasguñar, ni siquiera "estar" sobre el cielo raso, sólo pasar de ida y vuelta "galopando" a ciertas horas de la noche. Pienso que tal vez por eso dejé de prestarles atención; aunque tal vez sólo sucedió ese verano; no recuerdo.

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  3. Oye, te quedó de lo más bueno el post.
    Me he reido mucho.
    Te debo un comentario sobre la perspectiva que de cierta forma continúa algo de lo que hablas en tu post sobre los stereoviews.
    Un abrazo desde el DF
    Amaury

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  4. Gracias, Amaury. Tengo por ahi otras anécdotas que luego veré si pongo. Dale, perfecto, espero el comentario, que ese tema es interesantísimo. Un abrazo.

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