jueves, 31 de diciembre de 2009

Feliz 2010


Conteo regresivo para el año nuevo en Shibuya, desde la década de los ochenta uno de los barrios de ocio y consumo más populares para los jóvenes en Japón. Habitualmente, yo veía el conteo en Ginza, frente al edificio de la joyería Wako, símbolo de la zona desde 1932. Ginza, el barrio elegante por antonomasia en Japón, fue el Shibuya de finales de los años veinte y hasta comienzos de la década del sesenta, cuando la juventud pasaría a tener a Shinjuku como barrio de moda. Aunque todavía el conteo frente a Wako sigue siendo una de la imagenes reiteradas para ilustrar la despedida de año, poco tiene ya que ver con este más fresco espíritu de Shibuya.

¡Feliz año a todos!

lunes, 14 de diciembre de 2009

Murakami galardonado con la Orden de las Artes y las Letras de España


Me entero por Cosas del día de la bara, que el 4 de diciembre Murakami Haruki recibió la Orden de las Artes y Letras de España. Al parecer, señala el blog, el galardón al escritor poco o nada tiene que ver con el propósito para el cual fue creado el premio. Aquí, la nota en La Vanguardia. (Foto de Ana Jiménez, tomada de la misma nota del diario)

domingo, 13 de diciembre de 2009

Japón, después

Publicado en el suplemento Hoja por Hoja en agosto de 2005. He mantenido el texto casi tal cual, y en los nombres japoneses he añadido el macrón para señalar las vocales dobles o alargadas, procedimiento habitual en el sistema de romanización Hepburn, que es el que utilizo, y que no había incluido en el original. Al respecto –y motivo también de la rectificación- quiero hacer notar que, tal como fue editado por el suplemento, ha sido habitual en español escribir el apellido de Kenzaburō Ōe, con acento en la e (Oé), lo cual no significa nada con respecto a la pronunciación de esa vocal ni con respecto al uso del acento como marca tipográfica en la transliteración del japonés. Por otra parte, y en relación con lo que comentaba en mi post anterior, el título de la novela de Murakami fue editado como Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo.

Japón, después

La conocida advertencia de Donald Keene -con respecto a la publicación en inglés de El sol poniente, de Osamu Dazai- de que la crítica estadounidense se había abstenido de expresar sobre la novela “el tono condescendiente que suele adoptarse al enjuiciar una cultura no occidental” y de que “por primera vez nadie pensó en utilizar despectivamente el adjetivo de ‘exquisito’ al hablar de una obra típicamente japonesa”, implica, todavía ahora, no únicamente una avanzada del antiorientalismo que casi veinte años después argumentaría Edward Said, sino la necesidad de contextualizar la cultura y la sociedad japonesas dentro de las dramáticas condiciones de posguerra. Advertencia antes que afirmación, porque -tanto a sesenta años del bombardeo atómico como a setenta y cinco de la invasión japonesa a Manchuria- las secuelas de Hiroshima y Nagasaki, de la devastación de Tokio (y los ataques a otras ciudades) por la fuerza aérea estadounidense o de las masacres cometidas por las propias tropas japonesas en Nanjing continúan -salvo para el reducido ámbito académico especializado- sin ser articuladas en todas sus implicaciones culturales. La cultura del Japón de posguerra -y en última instancia, del Japón moderno- sigue siendo colegida menos en su especificidad y más como una circunstancia histórica atenida al contacto con occidente: los esfuerzos de la antropología y la sociología, a partir de la ocupación norteamericana, por decantar la “esencia” de la sociedad japonesa, o la sublimación, por parte del mundo artístico, de la filosofía del budismo zen y de sus prácticas estéticas, conformaron algunos de los -todavía hoy asumidos- estereotipos de idiosincrasia o imaginarios de tradición que en poco consideraban el panorama cultural contemporáneo.
No es de extrañar, por tanto, que la literatura sobre la bomba atómica y sus secuelas, la discriminación de las víctimas dentro de la misma sociedad japonesa, las atrocidades de la guerra y las duras condiciones de posguerra, haya sido, en su época, prácticamente postergada por una crítica occidental cuya apreciación de la literatura moderna se escoraba, contradictoriamente, hacia lo que se pretendía leer como ideales estéticos “tradicionales” -esa retórica del autorreconocimiento occidental ante culturas no occidentales, sugerida por Keene- y cuyos paradigmas fueron, ante todo, Jun’ichiro Tanizaki, Kawabata Yasunari y, posteriormente, Yukio Mishima. Tal vez el suicidio de Mishima en 1970 devino clímax de este contraste: el “espíritu japonés” de su arenga nacionalista ante las fuerzas de autodefensa mostraba el reverso de la compleja recomposición de la identidad nacional que autores como Osamu Dazai o Kenzaburō Ōe (traducidos, pero no conocidos) asumían desde la crítica acérrima a los pretendidos valores tradicionales y desde las inmediatas consecuencias de la guerra. Sin puntualizar la censura inicial del gobierno de ocupación estadounidense contra todo tipo de publicidad acerca de lo sucedido -al menos en Estados Unidos la realidad de Hiroshima y Nagasaki fue develada a través de la notoria reconstrucción de la tragedia que, asumiendo el punto de vista de las víctimas, John Hersey publicara un año después en The New Yorker- es sintomático, tal como constantemente ha sostenido el crítico Richard Minear, el detallado conocimiento de la literatura sobre el holocausto judío y la casi total ignorancia de la capital obra de Tamiki Hara, Yōko Ōta, Sankichi Tōge, Sadako Kurihara o Shinoe Shōda, todos testigos o víctimas directas de Hiroshima y Nagasaki. El reciente fallecimiento de Sadako Kurihara -en marzo del presente año- volvió a poner sobre la mesa la escasa repercusión fuera de Japón de estos autores, muchas de cuyas obras resultaron objeto de la censura gubernamental por su denuncia de los crímenes del ejército japonés en Asia y de la propia existencia del sistema imperial.
A partir de los cincuenta y durante los sesenta, escritores de diferentes generaciones (Ibuse Masuji, Kōbō Abe o Kenzaburō Ōe) radicalizaron la articulación de las consecuencias de la tragedia y la discriminación cotidiana de las víctimas de la radiación con la crítica a la política gubernamental y a la marginación sufrida por las minorías o por quienes, a causa de deformidades físicas o de posturas morales, evadían los rígidos (y supuestamente asépticos) estándares de homogeneidad de la sociedad japonesa. Tal vez el caso más connotado, por sus implicaciones literarias inmediatas, haya sido el de Kenzaburo Ōe. Ōe, activista en contra del tratado de seguridad Japón-Estados Unidos y quien a comienzos de los sesenta documentaba el sufrimiento de los sobrevivientes de la bomba atómica, tuvo que enfrentarse al hecho de que su primogénito naciera con una deformidad craneal. A partir de ese momento su narrativa -a través de la cual también, al igual que autores como Shōhei Ōoka, había incursionado en el tema de la guerra- acentuó la disección de la podredumbre social con lo que tiempo atrás se había propuesto como objetivo: demostrar que el sexo y la política, indicadores habituales para caracterizar a la generación de escritores de posguerra, no estaban aún agotados en la literatura japonesa. Más que el casi general desconocimiento de Ōe antes de su premio Nobel, la dificultad para leerlo dejando de lado su compromiso político o incluso de entender los contextos en ese sentido fue lo que vino a demostrar no sólo la elisión que la mayor parte de la crítica occidental había hecho de toda una generación, sino que muchos de los estereotipos aún seguían vigentes.
Estas arduas condiciones de posguerra, que en un primer momento sirvieron de base para develar las fisuras del sistema social japonés y proponer -muy especialmente a finales de los cuarenta con la narrativa de Osamu Dazai- la alienación como alternativa de identidad, pronto darían paso a la literatura sobre los conflictos de la juventud de la posguerra. Muy en contraste con la dureza de los textos de Ōe sobre el tema, y en un tono mucho más autobiográfico, la publicación, en 1955, de La estación del sol, de Shintarō Ishihara -actual gobernador de Tokio- devino fenómeno sin precedentes no únicamente por describir abiertamente la violencia sin sentido, el dejarse llevar por las circunstancias y la búsqueda de sexo que caracterizaban a parte de una generación que comenzaba a ser aletargada por las nuevas formas de consumo, sino por compulsar la identificación de toda una generación como la “tribu del sol” (en alusión al título de la novela), identificación ampliamente sostenida por los medios de comunicación y por la industria fílmica -que llevó a la pantalla ésta y otras novelas de Ishihara- y que tuvo héroes tanto en el propio autor como en su hermano, el todavía idolatrado actor Yūjirō.
Aunque las diferentes implicaciones de cada una de estas líneas temáticas (sin duda convergentes) continúan siendo develadas parcial o totalmente dentro de la literatura (la excitación ante la narración de una masacre en una aldea china en Escándalo, de Shūsaku Endō, el rechazo a los propagandistas del fascismo en Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro o las condiciones de los prisioneros japoneses en los campos de concentración rusos en Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo, de Haruki Murakami), es evidente que la memoria contemporánea sobre los bombardeos nucleares y la segunda guerra mundial está relacionada con los relatos, el cine, el manga y los dibujos animados de ciencia ficción: referencias a experimentos nucleares, a destrucción de ciudades, o del planeta, que si bien han cimentado dentro de la cultura japonesa una dimensión histórica precisa, en no pocas ocasiones -y a diferencia de las posturas ideológicas que alentaron a buena parte de los escritores antes mencionados- también han sido manipuladas para exorcizar, a través del persistente triunfalismo del “espíritu japonés”, el anquilosado “trauma de la derrota”.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Hard Boiled Wonderland y Murakami Haruki


A veinticuatro años de su edición japonesa (Shinchosha 新潮社, 1985) Tusquets acaba de publicar en español la que es, a mi juicio, la mejor novela de Murakami Haruki 村上 春樹. La traducción literal del título en japonés, El fin del mundo y Hard Boiled Wonderland, mantendría en inglés una frase que, si bien en el original no aparece en ese idioma, sí en su transliteración al silabario katakana, de uso habitual para locuciones en lenguas occidentales (世界の終りとハードボイルド・ワンダーランド). Un título sin mayor problema de traducción para la edición en inglés de Kodansha International 講談社インターナショナル (1991) y que Alfred Birnbaum invirtiera, acertadamente, como Hard Boiled Wonderland and the end of the World. Curiosamente, para esta edición de Tusquets (2009), Lourdes Porta Fuentes, no sólo traduce el término Wonderland, sino que sustituye hard boiled por “despiadado”, quedando así un recargado El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas. El asunto es que, siguiendo la atmosfera y la trama de la novela, de ese hard boiled wonderland –uno de los dos mundos paralelos donde transcurre la historia y cuyo nombre no es explicado en la novela- el calificativo hard boiled estaría más asociado a una habitual alusión -desde fuera de la trama- a la novela negra, que a cualquier otro adjetivo (intercambiable, por cierto) para contrastar la crudeza de ese particular mundo maravilloso.

No pretendo polemizar sobre la traducción de títulos, pero ya Tusquets había publicado, del propio Murakami, y también traducida por Porta Fuentes, Crónica del pájaro de cuerda (o del pájaro mecánico, en todo caso, ねじまき鳥クロニクル) como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Traducciones que, probablemente, intenten proporcionar una metáfora sobre el alcance conceptual de la novela, pero que poco tienen que ver con el ingenio de esa Otra vuelta de tuerca con la que José Bianco tradujera The turn of the screw, de James. (Por cierto, en el ámbito de la traducción española un capítulo muy aparte merece, no ya el generalizado uso de localismos, sino el particular desconocimiento de los traductores de la jerga del béisbol; hace ya tiempo -y de entre muchos ejemplos similares que, lamentablemente, dejé de anotar- leí en alguna novela de William Kennedy esta pequeña joya: “voy a bailar tap en la base de casa”, donde home aparecía convertido en el macarrónico e imposible “base de casa”)

Hard Boiled Wonderland y el fin del mundo, es una obra maestra tanto del género policial como del de ciencia ficción, y acaso más del segundo que del primero, pues, a diferencia de lo que ha venido siendo aburridamente habitual cuando se mezclan los dos géneros (especialmente para el cine), no hay aquí un policiaco ambientado en un mundo fantástico o futurista, sino un conflicto que se resuelve desde la propia perspectiva de la ciencia ficción o, desde la propia fantasía. Creo que no sólo es la obra donde quedan más al desnudo los famosos mundos paralelos de Murakami, sino también la más ágil, la de mayor suspenso y acaso, también, la de mayor fábula. Un hombre escogido para un experimento por la coherencia de sus sueños podría ser capaz de vivir eternamente, pero sólo dentro del claustro levantado por su propio mundo onírico, donde ha perdido toda memoria; desconoce por qué le persiguen en el mundo real (hard boiled wonderland) e intenta, en el mundo de los sueños (el fin del mundo) reunirse con su sombra, de la que ha sido despojado, y sin la cual le es imposible escapar.

Terminé de leer Hard Boiled Wonderland y el fin del mundo en un café de chinos frente a una de las entradas principales de la estación de Ikebukuro, hará unos diez años. Eran casi las doce y media de la noche y los trenes que iban a mi estación ya no circulaban. Podía caminar hasta mi casa, pues era cerca, pero tan deseoso estaba yo de mi lectura y tan fría era la noche, que decidí arrumbarme en una de las sillas del local, donde me tomé un par de tazas de café cargado y seguí leyendo hasta después de amanecer.

A pesar de lo dicho arriba de Hard Boiled Wonderland y el fin del mundo, no soy, en realidad, un admirador de Murakami, al menos, de la mayor parte de su narrativa. Llevo tiempo sin indagar sobre su obra, y espero que si alguna vez le dan el Nobel, mi profesor de literatura japonesa, Guillermo Quartucci, no se encuentre de viaje. Cuando le dieron el Nobel en 1994 a Ōe Kenzaburō 大江 健三郎, Guillermo andaba de sabático en Japón y tuve que hacerme cargo de casi toda la prensa. Aunque me imagino que, a estas alturas, de Murakami ya habrá más “especialistas” que los que alguna vez pudiera llegar a tener Ōe.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Mishima Yukio: a 39 años de su muerte




Supe de Mishima hacia comienzos de los años ochenta por una traducción de El pabellón de oro, editada por Seix Barral y probablemente conseguida en alguna librería de viejo. Y por Muerto por las rosas, el famoso ensayo fotográfico del gran Hosoe Eikō, que aun podía consultarse en la Biblioteca Nacional. A una Cuba que había renunciado a publicar a los autores de moda en el resto del mundo, llegaban los ecos de un Mishima que “trasgredía”, por lo erótico, lo homosexual, acaso, pero no por su acento nacionalista para un Japón que trataba de olvidar su belicismo imperial. “¿Por qué no publican, a ver, a Mishima? Esto seguro es un invento del Instituto Cubano del Libro”, me decía un amigo en la Moderna Poesía agitando Un asunto personal, de Ōe Kenzaburō. No era un invento -incluso en Ōe puede encontrarse cuanto sexo, morbo y escatología se prefiera-, pero la nota de contraportada, escrita a la usanza de la propaganda oficial, no dejaba más a la imaginación que un escritor “comprometido” que criticaba la sociedad capitalista. También, pienso ahora, porque Ōe –a quien para nada le interesaba la literatura de un Kawabata Yasunari- hablaba de un Japón contemporáneo sin aquella aura de estoicismo y galantería, convencional para imaginar a Japón, y que parecía acompañar los relatos de Mishima. El álbum de Hosoe sirvió para apuntalar-especialmente por el acento homoerótico y narcisista en sus retratos del escritor- la fama de Mishima en occidente. En 2007 pude ver en el Museo de Arte de Yokohama, Clase de arte, hagan silencio, una excepcional exhibición de Morimura Yasumasa. La última pieza, una instalación titulada “La habitación de Mishima”, contenía una impactante recreación fílmica –una de las imágenes que ilustra este post- de la arenga de Mishima a las tropas de autodefensa, el 25 de noviembre de 1970, minutos antes de su suicidio.


martes, 24 de noviembre de 2009

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Vistas tridimensionales en el Japón moderno: una nota al margen


En “Industrial Exposition in Modern Japan: A Gauge of the Changing City” (1), y dentro del análisis de las políticas de la visión en la modernidad japonesa, Yoshimi Shunya 吉見俊哉 enfatizaba la opinión del oficial Sano Tsunetami 佐野常民 a su regreso de la exposición de Paris de 1867:

Sano dice que el objetivo más importante de las exposiciones era entrenar a la gente en el poder de la visión, el cual era el modo más rápido y cercano para el desarrollo de las habilidades industriales del pueblo. También dijo que Japón debía construir un gran museo nacional en Tokio y museos anexos en todas las regiones locales de tal modo que la gente de todo el país pudiera trabajar en esta práctica de la visión

Si bien en términos exhibición la modernidad japonesa (2) no puede ser limitada al despliegue de las importaciones occidentales o de la producción nacional de objetos de origen occidental (ya que es absolutamente imprescindible considerarla también desde el propio reacomodo social de sus manifestaciones visuales, sobre todo por la desaparición de los samurai como estrato social dominante), en la vida cotidiana, esa “práctica de la visión” se manifestó no sólo a través de las exhibiciones oficiales para fomentar la industrialización o aparentar la imagen de un Japón “civilizado”, émulo de las potencias occidentales, sino también desde el acercamiento personal y lúdicro a otros modos y medios de percepción, así como desde el propio ejercicio de conceptualización de lo observado.

Va en ello la perspectiva occidental en la pintura y en el diseño urbano, la clasificación del patrimonio cultural y de las obras de arte foráneas y autóctonas (incluidas las propias nociones de “patrimonio cultural” y de “obra de arte”), el poder discernir la ciudad desde edificios altos o el ir a ver los flamantes escaparates de las tiendas, así como todo el instrumental óptico, desde las cámaras fotográficas y los catalejos, hasta los famosos “panoramas” donde se exhibían imágenes notorias de paisajes y sucesos de todo el mundo.

Aunque para finales del siglo XIX, época en que Enami Nobukuni 江南信国 comienza su trabajo con las vistas tridimensionales, los lemas de aleccionamiento oficial “Espíritu japonés y conocimiento occidental” y “Enriquecer al país y fortalecer al ejército” ya habían sustituido al modernizante “Civilización e iluminismo”, no hay que colegir de ello un Japón homogénea y finalmente “civilizado” en tanto conocimiento o aprendizaje de todo lo que de occidente lucían las ciudades de Yokohama y Tokio y, eventualmente, Osaka. En cualquier caso, el asombro inicial ante la perspectiva y la ilusión de la tridimensionalidad occidental fue -salvando las particularidades de contexto e intereses- equivalente al deleite con que los impresionistas asumieron la planimetría en el uso de color de las xilografías japonesas y su ausencia de perspectiva a la usanza occidental, considerándolas, además, como lo que nunca habían sido ni para Japón en su conjunto ni para la cultura de comerciantes y artesanos que las producía: “arte”.

El complejo tema de la génesis y el desarrollo de la práctica de la perspectiva y de la visualidad occidental en Japón ha sido analizado con esmero por Timón Screech, y por Suwa Haruo 諏訪春雄(3) y, notoriamente, para el caso de China, por Elisabetta Corsi.

Aunque no estoy al tanto de la mayor parte de las posibilidades de la tecnología digital, creo que la animación de las vistas tridimensionales de Enami en Pink Tentacle / ピンクテンタクル es un muy elogiable trabajo. Agradezco a Ernesto Hernández Busto su gentileza en enviármelas.

(1) Yoshimi Shunya. “Industrial Exposition in Modern Japan: A Gauge of the Changing City” (Conferencia) El Colegio de México, México, 1993.
(2) Si bien, tanto en términos industriales como de paulatina asimilación y reelaboración de conocimientos e influencias occidentales el inicio de la modernización del Japón puede asumirse desde décadas previas, el comienzo del periodo moderno japonés es convencionalmente datado a partir de 1868 cuando, una vez derrocado el shogunato y restituido el emperador como figura cimera del país, se procura -obviamente, entre otros muchos particulares- emular, en instituciones e imagen, a las potencias occidentales.
(3) Suwa Haruo. El japonés y la perspectiva. Tokio, Chikuma Shinsho, 1998.

lunes, 2 de noviembre de 2009

martes, 27 de octubre de 2009

Machito y Graciela en Japón

“El japonés se adelantó con su cámara fotográfica, se agachó y sacó dos, tres cuatro fotos, en rápida sucesión”. Así concluye El bebé de Rosemary, de Ira Levin. En la versión cinematográfica de Polanski (1968), entre adoradores del diablo de todo el mundo, el japonés se destaca menos por ser japonés que por su cámara fotográfica. En la escena final de Nuestro hombre en La Habana (Carol Reed, 1959), el protagonista toma en sus manos un carro de juguete, un arma o nave futurista de diseño muy similar al que ideara a partir de una aspiradora, para descubrir la etiqueta Made in Japan.

Pasada la posguerra, las señales (y los estereotipos) de Japón como imagen de futuro fueron sucediéndose a través de una tecnología hacia lo diminuto que tal parecía querer verificar de modo inmediato los postulados de Richard Feynman en su famoso discurso de 1959 “Hay muchas habitaciones en el fondo”, una clara alusión del futuro Premio Nobel de Física -compartido, por cierto, con el japonés Tomonaga Shin’ichiro- a las posibilidades de la microtecnología en una época marcada por la carrera espacial. Si durante el período de ocupación norteamericana de Japón, los antropólogos occidentales y los artistas (todavía no los historiadores, ni los sociólogos) se interesaban por la “esencia” y la “tradición” de lo japonés, al menos para el lustro previo a los Juegos Olímpicos de Tokio, en 1964, los futuros imaginarios de Japón ya estaban claros (manga incluido, aunque inadvertido aún para occidente). Luego, el posmodernismo, necesitado de ejemplos, vería en Japón su comodín: el templo colindante al rascacielos, las damas en kimono viajando en shinkansen. Postales. En 1960, el presentador de un programa de la televisión japonesa le pregunta a Graciela y a Machito qué piensan comprar en Japón. Graciela quiere seda; Machito, una cámara fotográfica “naturalmente”, y una grabadora. El fragmento aparece del minuto 07:23 al 07: 34. La música de Machito va, por supuesto, recomendada.


martes, 20 de octubre de 2009

De idiomas

Escrito para el blog de Emilio Ichikawa, publicado en junio 24 de 2009

Mi primer curso de idioma japonés lo tomé con el profesor Matsuo, hacia 1990. Matsuo pertenecía a los Voluntarios de Plata, una organización japonesa de adultos mayores que ofrecían servicios profesionales en el extranjero. El curso me fue anunciado como “curso de idioma japonés para profesores universitarios”. Al parecer, era el primer curso de tal cariz y de tal idioma que se ofrecía en la Universidad de La Habana, aunque no puedo asegurarlo.

Fuera de la oportunidad, excepcional para mí, de aprender el idioma, yo quería optar por una beca de Maestría del Ministerio de Educación y Cultura de Japón, para la cual, según la convocatoria, se debían poseer conocimientos básicos de idioma japonés. Algo que, una vez en Japón, diecisiete años después, comprobé que no era necesariamente así. Muchos favorecidos con la beca no tenían la menor idea del idioma, y a otros ni siquiera le interesaba aprenderlo, especialmente aquellos que asistían a cursos dictados en inglés en las mismas universidades japonesas. La pregunta de cómo se hacían entender en Japón sin saber japonés es inútil. En el consentido Imperio de los Signos, Barthes responde a una interrogante similar aludiendo a que el lenguaje no es el primer sistema de comunicación. En realidad, y a diferencia de la breve visita de Barthes, quien, además, debió contar con traductores, la estadía en Japón de estos becarios a los que aludo se extendía, al menos, a un par de años; su supervivencia implicaba, efectivamente, un elemental conocimiento de la lengua japonesa, al menos, de la hablada. Para mí, el mejor contraste radicaba no precisamente en los estudiantes versados en el idioma, sino en los muchos inmigrantes, ilegales y obreros, que podían dispensar un envidiable japonés de vericuetos y neologismos muy lejos de la enseñanza escolar. Los ilegales, sobre todo, podían verse y oírse en las zonas concurridas de la ciudad, vendiendo tarjetas telefónicas adulteradas -casi siempre los iraníes- o atrayendo clientes a clubes de diferente índole -casi siempre los de África subsahariana.

El curso de idioma japonés de Matsuo tenía una peculiaridad. La mayoría de los que lo tomábamos hablábamos ruso o habíamos vivido en la Unión Soviética. Un día me enteré que la aparente coincidencia no era tal: una tercera parte de la clase eran profesoras de idioma ruso a las que el Ministerio de Educación Superior les seguía pagando su sueldo para que estudiaran otro idioma, una vez exentada la enseñanza del idioma ruso de las universidades. Ello, de algún vago modo, me hizo sospechar que la razón del curso no era desinteresadamente “cultural. De esa “cantera” se graduaron quienes iniciarían una nueva época en la enseñanza del japonés en Cuba, en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana y, acaso, en otras instituciones. Luego, hacia mediados de los noventa, la Embajada de Japón en La Habana, -gracias a su entonces cónsul (o agregado cultural)- estuvo abierta a los estudiantes cubanos de idioma japonés, entre los que ya se contaban funcionarios de turismo y empleados de compañías japonesas radicadas en la isla, así como otros muchos que tal vez sólo procuraban una vía de escape. Allí darían charlas representantes de prestigiosas compañías japonesas y, en una ocasión, el famoso escritor Murakami Ryu, quien había instalado en La Habana una empresa para difundir la salsa cubana en Japón y cuya orquesta emblema era NG La Banda. Los dividendos de su entusiasmo -o de su empresa- le valieron una Medalla o una Orden por la Cultura Cubana.

El tema –este tema de los idiomas- me vino a la mente conversando hace poco con Matthias Finger, a quien le contaba de mi asombro cuando, recién llegado a México, en 1991, reconocí que la noción de “idioma del enemigo” que se había manejado en Cuba con respecto al inglés no era privativa del gobierno de la isla: por ese entonces, muchos de mis condiscípulos mexicanos me confesaron haber renegado del inglés en sus años mozos por razones que -si bien diferentes en motivos al estigma impuesto a tal idioma por parte del gobierno cubano- se expresaban en términos muy semejantes. Sin duda, no pocos cubanos recordarán que todavía hacia los años setenta, la carrera de Lengua Inglesa era exclusivamente para los militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas, y que, si bien mínimamente, el plan de sustituir el idioma inglés por el idioma ruso llegó a hacerse efectivo.

Abandoné la clase de Matsuo cuando me fui a El Colegio de México a cursar la Maestría en Estudios de Asia y África, donde cubrí tres años de cursos intensivos de idioma japonés y seminarios de traducción para la tesis de grado. Después de titularme, regresé a Cuba en 1995 con toda la intención de obtener aquella beca del Ministerio de Educación y Cultura de Japón, esta vez para estudiar el Doctorado. La dificultad estribaba en que tal beca sólo puede ser solicitada en el país del cual se es ciudadano, amén de que cada país tiene un número de plazas asignadas. Para 1996, el número de plazas concedidas a Cuba había aumentado a… dos. Al menos durante mi estancia en México, en época de convocatoria, la Embajada de Japón habilitaba una enorme sala para explicar a cualquier interesado cómo había que llenar el formulario, así como para responder a todo tipo de preguntas. En Cuba, de más está decir que los mecanismos de información y solicitud eran todo lo contrario, y no me detendré en ello, salvo por el recuerdo de una funcionaria del Ministerio de Educación Superior quien, con incomprensible enojo, me aseguró que yo no podía ser candidato a obtener esa beca porque el candidato ya estaba elegido: exactamente lo que en México llamarían “dedazo”.

Una sorpresa durante ese regreso a Cuba fue encontrarme con el festivo ambiente alrededor de la Embajada de Japón y de su aplatanante cónsul, y con el hecho de que aquellas profesoras de idioma ruso estudiantes de Matsuo ya eran excelentes profesoras de idioma japonés. Una decepción, comprobar lo que había sospechado durante el curso de Matsuo: que todo interés en Japón por parte del gobierno cubano estaba supeditado a su denodada búsqueda de nuevos socios económicos luego de la debacle del socialismo, y que de no estar vinculado a las instancias políticas requeridas poco podía hacerse por la difusión de la cultura japonesa, salvo por lo que tocara al ámbito de la docencia universitaria, donde, por demás, carecía de interlocutores en el tema. Alguien me ha contado que ese particular giro en los intereses regionales del gobierno de la isla podía, sencillamente, evaluarse en el contraste entre el mantenimiento de los inmuebles (y los muebles) del Centro de Estudios de África y Medio Oriente (CEAMO) y del Centro de Estudios de Asia y Oceanía (CEAO): olvidada la campaña africana, y sellados los recursos que hubieran soportado cualquier otro tipo de ingerencia, las miras fueron puestas en el CEAO quien se vistió de gala con (y para) sus flamantes socios japoneses.

En 1997 por fin me fui a Japón. Al año siguiente me encontré con Matsuo en Yokohama; había escrito sus memorias y en ella nos mencionaba, a sus alumnos. No he vuelto a saber de él. Desconozco también cómo han seguido los estudios de idioma japonés en Cuba, por no decir, los de cultura japonesa que, prácticamente, en el campo de la investigación especializada, jamás los hubo.

lunes, 30 de marzo de 2009

Sobre partos sin ayuda



Tanto por lo que toca al arte documental en cine, como a los estudios de género (y en partícular a una visión crítica de la sociedad japonesa de su época) recomiendo el excelente filme de Hara Kazuo 原一男, Canción de amor: extremo y privado eros 極私的エロス 恋歌, de 1974. (En inglés, editada como Extreme Private Eros: Love Song)