Escrito para el blog de Emilio Ichikawa, publicado en junio 24 de 2009
Mi primer curso de idioma japonés lo tomé con el profesor Matsuo, hacia 1990. Matsuo pertenecía a los Voluntarios de Plata, una organización japonesa de adultos mayores que ofrecían servicios profesionales en el extranjero. El curso me fue anunciado como “curso de idioma japonés para profesores universitarios”. Al parecer, era el primer curso de tal cariz y de tal idioma que se ofrecía en la Universidad de La Habana, aunque no puedo asegurarlo.
Fuera de la oportunidad, excepcional para mí, de aprender el idioma, yo quería optar por una beca de Maestría del Ministerio de Educación y Cultura de Japón, para la cual, según la convocatoria, se debían poseer conocimientos básicos de idioma japonés. Algo que, una vez en Japón, diecisiete años después, comprobé que no era necesariamente así. Muchos favorecidos con la beca no tenían la menor idea del idioma, y a otros ni siquiera le interesaba aprenderlo, especialmente aquellos que asistían a cursos dictados en inglés en las mismas universidades japonesas. La pregunta de cómo se hacían entender en Japón sin saber japonés es inútil. En el consentido Imperio de los Signos, Barthes responde a una interrogante similar aludiendo a que el lenguaje no es el primer sistema de comunicación. En realidad, y a diferencia de la breve visita de Barthes, quien, además, debió contar con traductores, la estadía en Japón de estos becarios a los que aludo se extendía, al menos, a un par de años; su supervivencia implicaba, efectivamente, un elemental conocimiento de la lengua japonesa, al menos, de la hablada. Para mí, el mejor contraste radicaba no precisamente en los estudiantes versados en el idioma, sino en los muchos inmigrantes, ilegales y obreros, que podían dispensar un envidiable japonés de vericuetos y neologismos muy lejos de la enseñanza escolar. Los ilegales, sobre todo, podían verse y oírse en las zonas concurridas de la ciudad, vendiendo tarjetas telefónicas adulteradas -casi siempre los iraníes- o atrayendo clientes a clubes de diferente índole -casi siempre los de África subsahariana.
El curso de idioma japonés de Matsuo tenía una peculiaridad. La mayoría de los que lo tomábamos hablábamos ruso o habíamos vivido en la Unión Soviética. Un día me enteré que la aparente coincidencia no era tal: una tercera parte de la clase eran profesoras de idioma ruso a las que el Ministerio de Educación Superior les seguía pagando su sueldo para que estudiaran otro idioma, una vez exentada la enseñanza del idioma ruso de las universidades. Ello, de algún vago modo, me hizo sospechar que la razón del curso no era desinteresadamente “cultural. De esa “cantera” se graduaron quienes iniciarían una nueva época en la enseñanza del japonés en Cuba, en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana y, acaso, en otras instituciones. Luego, hacia mediados de los noventa, la Embajada de Japón en La Habana, -gracias a su entonces cónsul (o agregado cultural)- estuvo abierta a los estudiantes cubanos de idioma japonés, entre los que ya se contaban funcionarios de turismo y empleados de compañías japonesas radicadas en la isla, así como otros muchos que tal vez sólo procuraban una vía de escape. Allí darían charlas representantes de prestigiosas compañías japonesas y, en una ocasión, el famoso escritor Murakami Ryu, quien había instalado en La Habana una empresa para difundir la salsa cubana en Japón y cuya orquesta emblema era NG La Banda. Los dividendos de su entusiasmo -o de su empresa- le valieron una Medalla o una Orden por la Cultura Cubana.
El tema –este tema de los idiomas- me vino a la mente conversando hace poco con Matthias Finger, a quien le contaba de mi asombro cuando, recién llegado a México, en 1991, reconocí que la noción de “idioma del enemigo” que se había manejado en Cuba con respecto al inglés no era privativa del gobierno de la isla: por ese entonces, muchos de mis condiscípulos mexicanos me confesaron haber renegado del inglés en sus años mozos por razones que -si bien diferentes en motivos al estigma impuesto a tal idioma por parte del gobierno cubano- se expresaban en términos muy semejantes. Sin duda, no pocos cubanos recordarán que todavía hacia los años setenta, la carrera de Lengua Inglesa era exclusivamente para los militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas, y que, si bien mínimamente, el plan de sustituir el idioma inglés por el idioma ruso llegó a hacerse efectivo.
Abandoné la clase de Matsuo cuando me fui a El Colegio de México a cursar la Maestría en Estudios de Asia y África, donde cubrí tres años de cursos intensivos de idioma japonés y seminarios de traducción para la tesis de grado. Después de titularme, regresé a Cuba en 1995 con toda la intención de obtener aquella beca del Ministerio de Educación y Cultura de Japón, esta vez para estudiar el Doctorado. La dificultad estribaba en que tal beca sólo puede ser solicitada en el país del cual se es ciudadano, amén de que cada país tiene un número de plazas asignadas. Para 1996, el número de plazas concedidas a Cuba había aumentado a… dos. Al menos durante mi estancia en México, en época de convocatoria, la Embajada de Japón habilitaba una enorme sala para explicar a cualquier interesado cómo había que llenar el formulario, así como para responder a todo tipo de preguntas. En Cuba, de más está decir que los mecanismos de información y solicitud eran todo lo contrario, y no me detendré en ello, salvo por el recuerdo de una funcionaria del Ministerio de Educación Superior quien, con incomprensible enojo, me aseguró que yo no podía ser candidato a obtener esa beca porque el candidato ya estaba elegido: exactamente lo que en México llamarían “dedazo”.
Una sorpresa durante ese regreso a Cuba fue encontrarme con el festivo ambiente alrededor de la Embajada de Japón y de su aplatanante cónsul, y con el hecho de que aquellas profesoras de idioma ruso estudiantes de Matsuo ya eran excelentes profesoras de idioma japonés. Una decepción, comprobar lo que había sospechado durante el curso de Matsuo: que todo interés en Japón por parte del gobierno cubano estaba supeditado a su denodada búsqueda de nuevos socios económicos luego de la debacle del socialismo, y que de no estar vinculado a las instancias políticas requeridas poco podía hacerse por la difusión de la cultura japonesa, salvo por lo que tocara al ámbito de la docencia universitaria, donde, por demás, carecía de interlocutores en el tema. Alguien me ha contado que ese particular giro en los intereses regionales del gobierno de la isla podía, sencillamente, evaluarse en el contraste entre el mantenimiento de los inmuebles (y los muebles) del Centro de Estudios de África y Medio Oriente (CEAMO) y del Centro de Estudios de Asia y Oceanía (CEAO): olvidada la campaña africana, y sellados los recursos que hubieran soportado cualquier otro tipo de ingerencia, las miras fueron puestas en el CEAO quien se vistió de gala con (y para) sus flamantes socios japoneses.
En 1997 por fin me fui a Japón. Al año siguiente me encontré con Matsuo en Yokohama; había escrito sus memorias y en ella nos mencionaba, a sus alumnos. No he vuelto a saber de él. Desconozco también cómo han seguido los estudios de idioma japonés en Cuba, por no decir, los de cultura japonesa que, prácticamente, en el campo de la investigación especializada, jamás los hubo.
Mi primer curso de idioma japonés lo tomé con el profesor Matsuo, hacia 1990. Matsuo pertenecía a los Voluntarios de Plata, una organización japonesa de adultos mayores que ofrecían servicios profesionales en el extranjero. El curso me fue anunciado como “curso de idioma japonés para profesores universitarios”. Al parecer, era el primer curso de tal cariz y de tal idioma que se ofrecía en la Universidad de La Habana, aunque no puedo asegurarlo.
Fuera de la oportunidad, excepcional para mí, de aprender el idioma, yo quería optar por una beca de Maestría del Ministerio de Educación y Cultura de Japón, para la cual, según la convocatoria, se debían poseer conocimientos básicos de idioma japonés. Algo que, una vez en Japón, diecisiete años después, comprobé que no era necesariamente así. Muchos favorecidos con la beca no tenían la menor idea del idioma, y a otros ni siquiera le interesaba aprenderlo, especialmente aquellos que asistían a cursos dictados en inglés en las mismas universidades japonesas. La pregunta de cómo se hacían entender en Japón sin saber japonés es inútil. En el consentido Imperio de los Signos, Barthes responde a una interrogante similar aludiendo a que el lenguaje no es el primer sistema de comunicación. En realidad, y a diferencia de la breve visita de Barthes, quien, además, debió contar con traductores, la estadía en Japón de estos becarios a los que aludo se extendía, al menos, a un par de años; su supervivencia implicaba, efectivamente, un elemental conocimiento de la lengua japonesa, al menos, de la hablada. Para mí, el mejor contraste radicaba no precisamente en los estudiantes versados en el idioma, sino en los muchos inmigrantes, ilegales y obreros, que podían dispensar un envidiable japonés de vericuetos y neologismos muy lejos de la enseñanza escolar. Los ilegales, sobre todo, podían verse y oírse en las zonas concurridas de la ciudad, vendiendo tarjetas telefónicas adulteradas -casi siempre los iraníes- o atrayendo clientes a clubes de diferente índole -casi siempre los de África subsahariana.
El curso de idioma japonés de Matsuo tenía una peculiaridad. La mayoría de los que lo tomábamos hablábamos ruso o habíamos vivido en la Unión Soviética. Un día me enteré que la aparente coincidencia no era tal: una tercera parte de la clase eran profesoras de idioma ruso a las que el Ministerio de Educación Superior les seguía pagando su sueldo para que estudiaran otro idioma, una vez exentada la enseñanza del idioma ruso de las universidades. Ello, de algún vago modo, me hizo sospechar que la razón del curso no era desinteresadamente “cultural. De esa “cantera” se graduaron quienes iniciarían una nueva época en la enseñanza del japonés en Cuba, en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana y, acaso, en otras instituciones. Luego, hacia mediados de los noventa, la Embajada de Japón en La Habana, -gracias a su entonces cónsul (o agregado cultural)- estuvo abierta a los estudiantes cubanos de idioma japonés, entre los que ya se contaban funcionarios de turismo y empleados de compañías japonesas radicadas en la isla, así como otros muchos que tal vez sólo procuraban una vía de escape. Allí darían charlas representantes de prestigiosas compañías japonesas y, en una ocasión, el famoso escritor Murakami Ryu, quien había instalado en La Habana una empresa para difundir la salsa cubana en Japón y cuya orquesta emblema era NG La Banda. Los dividendos de su entusiasmo -o de su empresa- le valieron una Medalla o una Orden por la Cultura Cubana.
El tema –este tema de los idiomas- me vino a la mente conversando hace poco con Matthias Finger, a quien le contaba de mi asombro cuando, recién llegado a México, en 1991, reconocí que la noción de “idioma del enemigo” que se había manejado en Cuba con respecto al inglés no era privativa del gobierno de la isla: por ese entonces, muchos de mis condiscípulos mexicanos me confesaron haber renegado del inglés en sus años mozos por razones que -si bien diferentes en motivos al estigma impuesto a tal idioma por parte del gobierno cubano- se expresaban en términos muy semejantes. Sin duda, no pocos cubanos recordarán que todavía hacia los años setenta, la carrera de Lengua Inglesa era exclusivamente para los militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas, y que, si bien mínimamente, el plan de sustituir el idioma inglés por el idioma ruso llegó a hacerse efectivo.
Abandoné la clase de Matsuo cuando me fui a El Colegio de México a cursar la Maestría en Estudios de Asia y África, donde cubrí tres años de cursos intensivos de idioma japonés y seminarios de traducción para la tesis de grado. Después de titularme, regresé a Cuba en 1995 con toda la intención de obtener aquella beca del Ministerio de Educación y Cultura de Japón, esta vez para estudiar el Doctorado. La dificultad estribaba en que tal beca sólo puede ser solicitada en el país del cual se es ciudadano, amén de que cada país tiene un número de plazas asignadas. Para 1996, el número de plazas concedidas a Cuba había aumentado a… dos. Al menos durante mi estancia en México, en época de convocatoria, la Embajada de Japón habilitaba una enorme sala para explicar a cualquier interesado cómo había que llenar el formulario, así como para responder a todo tipo de preguntas. En Cuba, de más está decir que los mecanismos de información y solicitud eran todo lo contrario, y no me detendré en ello, salvo por el recuerdo de una funcionaria del Ministerio de Educación Superior quien, con incomprensible enojo, me aseguró que yo no podía ser candidato a obtener esa beca porque el candidato ya estaba elegido: exactamente lo que en México llamarían “dedazo”.
Una sorpresa durante ese regreso a Cuba fue encontrarme con el festivo ambiente alrededor de la Embajada de Japón y de su aplatanante cónsul, y con el hecho de que aquellas profesoras de idioma ruso estudiantes de Matsuo ya eran excelentes profesoras de idioma japonés. Una decepción, comprobar lo que había sospechado durante el curso de Matsuo: que todo interés en Japón por parte del gobierno cubano estaba supeditado a su denodada búsqueda de nuevos socios económicos luego de la debacle del socialismo, y que de no estar vinculado a las instancias políticas requeridas poco podía hacerse por la difusión de la cultura japonesa, salvo por lo que tocara al ámbito de la docencia universitaria, donde, por demás, carecía de interlocutores en el tema. Alguien me ha contado que ese particular giro en los intereses regionales del gobierno de la isla podía, sencillamente, evaluarse en el contraste entre el mantenimiento de los inmuebles (y los muebles) del Centro de Estudios de África y Medio Oriente (CEAMO) y del Centro de Estudios de Asia y Oceanía (CEAO): olvidada la campaña africana, y sellados los recursos que hubieran soportado cualquier otro tipo de ingerencia, las miras fueron puestas en el CEAO quien se vistió de gala con (y para) sus flamantes socios japoneses.
En 1997 por fin me fui a Japón. Al año siguiente me encontré con Matsuo en Yokohama; había escrito sus memorias y en ella nos mencionaba, a sus alumnos. No he vuelto a saber de él. Desconozco también cómo han seguido los estudios de idioma japonés en Cuba, por no decir, los de cultura japonesa que, prácticamente, en el campo de la investigación especializada, jamás los hubo.
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