domingo, 31 de enero de 2010

Boniato asado



A la inversa de lo que comentaba en el post anterior, sí ha sido raro encontrar intérpretes cubanos tocando música japonesa o cantando en japonés. De lo primero, no recuerdo haber oído nada; de lo segundo, la única grabación que conozco es esta del dúo Los compadres, de cuando visitaron Japón a mediados de los sesenta. La canción habla del popular pregón del boniato asado (yakiimo 焼き芋) como un equivalente del pregón del maní en Cuba (inmortalizado, como se sabe, en el famoso Manisero de Moisés Simons). El grito de ishiyakiimo 石やきいも -tradicionalmente, el boniato asado sobre guijarros calientes, aunque no estoy muy seguro de que el método siga siendo el mismo- puede oírse en cualquier lugar de Japón, bien a viva voz o bien en grabaciones por altavoces, desde carritos empujados por el vendedor o desde vehículos ambulantes.

Los compadres se crearon en 1949 con Francisco Repilado (el hoy famoso Compay Segundo) y Lorenzo Hierrezuelo. Para 1955, Reynaldo Hierrezuelo (Rey Caney) sustituyó a Repilado, y ese fue el dúo que, en nuestra infancia y adolescencia, conocimos los de mi generación: odiándolo en las “escuelas al campo” cuando éramos despertados a las seis de la mañana con su “Amanecer cubano” a todo volumen por los altavoces; desdeñándolo como “música de viejos” en los programas donde aparecían; pasando de la picardía y frescura de muchas de sus canciones y, sobre todo, ignorando a Lorenzo Hierrezuelo como la gran segunda voz de aquel inmortal dúo con Maria Teresa Vera.

sábado, 30 de enero de 2010

Tabú


Aunque para Cuba la sorpresa de japoneses interpretando música bailable cubana vino con la Orquesta de La Luz a inicios de los noventa, la ejecución de los ritmos de la isla por parte de intérpretes japoneses ya había tenido su mayor referente en los años cincuenta con el chachachá y el mambo (bailado sobre todo en los salones de Ginza) y con el jazz band de los Tokyo Cuban Boys (fundada en 1940) a semejanza de los ya famosos Lecuona Cuban Boys. En muchos casos eran versiones de los ritmos cubanos tal como se estaban conociendo internacionalmente y, tal vez, asimilados de versiones norteamericanas; esto, por supuesto, tomando en cuenta las disímiles influencias culturales que trajo consigo la ocupación de Japón por parte de Estados Unidos una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Aunque, precisamente por ello, tampoco es de descartar la presencia en Japón de placas originales de orquestas e intérpretes cubanos producidas y difundidas por sellos norteamericanos. De la época, he encontrado estas dos grabaciones que me han resultado curiosas por motivos diferentes. Izumi Yukimura, cantando en 1954, Tabú, de Margarita Lecuona -que hiciera conocida la voz del gran Miguelito Valdés hacia finales de los cuarenta - y Watanabe Hamako, interpretando, en 1952, una canción japonesa titulada Festival de fuegos artificiales de Cuba.

Conociendo la interpretación de Miguelito -y soslayando otras marcadas diferencias en los arreglos- la primera llama la atención por su tempo acelerado, por la impresión general de orquestación clásica con motivos impresionistas, así como por las percusiones -remitidas única, o básicamente, a sordos parches mayores o a bombos- que en la introducción parecen llegar a semejar golpes de taiko (tambores japoneses) y que en la entrada de la cantante repiten cierto estándar de “representación” rítmica de la selva africana (algo que de inmediato me trajo a la mente la musicalización de aquellos dibujos animados norteamericanos). Muy diferente todo ello de la cadencia casi melancólica que anima la interpretación de Miguelito (la cual, para su comparación, incluyo aquí, en audio). Tanto los arreglos, como la interpretación en inglés de la mayor parte de la canción de Izumi Yukimura hacen suponer que el referente de esta versión pudo haber sido otra versión (aún en partitura) y no la pieza original cantada por Miguelito. Pero también, existe, obviamente, la posibilidad de arreglos directos al original tratando de suplir instrumentos y modos de ejecutar con los cuales no se tenía experiencia directa o, lo que me parece menos probable, el propósito de versionarla de ese modo, aún conociendo todo lo demás.



De Festival de fuegos artificiales de Cuba me ha resultado inesperado el tema, ya que no recuerdo que exista canción cubana alguna sobre fuegos artificiales, los cuales -muy a diferencia de Japón- tampoco han constituido, al menos para el imaginario de la isla, un referente de tradición artesanal o cultural importante. La pieza, que en nada tiene que ver con el Tabú de Izumi Yukimura, es una canción japonesa festiva, pródiga también en percusión, y con pasajes que parecen confluir hacia la predisposición nostálgica del enka. Por el momento, doy en omitir cualquier especulación sobre la conjunción de ambos temas, así como mayores comentarios sobre lo que podría estar detrás de todo lo mencionado anteriormente: la mediación cultural norteamericana, tanto en la producción musical, como en la apropiación por parte de Japón de imaginarios o formas culturales de regiones más allá del este de Asia.



Fuera ya del tema inmediato de esta nota -o acaso como su complemento- me gustaría enfatizar la maestría de Miguelito Valdés, uno de los más significativos intérpretes de la época y, sin duda, uno de los más grandes cantantes cubanos. Anexo, al final, esta magistral interpretación de la famosa pieza Babalú, también de Margarita Lecuona.

martes, 26 de enero de 2010

Ratas y cuervos

Mientras escribía el post del lunes 18 recordé alguna de mis experiencias japonesas con ratas y cuervos

En una esquina de la calle principal del barrio de Shimokitazawa, en Tokio, hay un bar donde los extranjeros son visita frecuente. La única vez que estuve allí, los clientes, al llamado de algún otro, corrían a observar algo en la acera. Salí también y pregunté qué pasaba. “Es que hay una rata- me dijo uno- y le ponen comida a ver si se asoma”. La llegué a ver, era una rata enorme, que aparecía de algún pasadizo entre los edificios. “Parece –añadió con sorna- que no hay suficiente diversión en Tokio”.

Una de las cosas más extrañas que he visto la vi en uno de los parques de la Universidad de Tokio: un cuervo enjaulado. Lo llevaba una anciana que, dada la naturaleza de su mascota, no parecía estar muy en sus cabales. Había puesto la jaula sobre un banco mientras disfrutaba de la tarde, o almorzaba. Tokio es una ciudad de cuervos y el parque, por supuesto, estaba lleno de ellos. Algunos curioseaban alrededor de la jaula y la anciana los dejaba hacer. Me pareció un doble castigo para el cuervo enjaulado y me vino a la cabeza que, en el momento menos pensado, podría verificarse el consabido refrán.

En el campus de la Universidad de Tokio también hay gatos. Alguien le había puesto comida a uno de ellos y un cuervo, de mayor tamaño, trataba de quitársela. No llegaba a ser propiamente una pelea: el cuervo se acercaba y el gato, que curiosamente parecía no inmutarse, lanzaba un zarpazo y volvía a la comida. Cuando se aproximaba demasiado, el gato se abalanzaba un poco más. Vi repetirse los movimientos durante varios minutos, dispuesto a espantar al cuervo si el asunto pasaba a mayores. Pero así estuvieron hasta que me fui.

Los cuervos graznaban de una manera que yo asociaba a cierta cadencia cubana para enfatizar un “ah” de disgusto o de provocación. Yo me solazaba, tontamente, en responderles: “ah de qué” y a veces levantaba y agitaba los brazos “para que no se confundieran”. Hasta que me contaron de una madre que cargaba a su bebé a la espalda y un cuervo, de un picotazo, lo mató. Nunca llegué a confirmar la historia, pero desde entonces, sencillamente los oí graznar.

Dicen que los cuervos son inteligentes. No sé si es el adjetivo apropiado. En inglés se les llama de dos formas, raven y crow (aunque esta última, creo, es para la especie). Raven es el de Poe, el que parece que habla, y entra en las casas para posarse en los bustos. Crow, diría yo, el que no habla, pero jode igual. En Tokio, los cuervos tienen por costumbre romper las bolsas de basura. Me contaron que cuando se dio en echar los desperdicios en bolsas de plástico negro, no se acercaban intuyendo que eran otros cuervos. Luego, que el brillo de un CD los alejaba. Al menos, cuando vivía allí, la basura siempre amanecía desperdigada sobre la acera. Una amiga me contó que mientras sembraba unos brotes en una jardinera, un cuervo vino a posarse en la terraza. Mi amiga lo echó, siseándole y agitando los brazos. Más tarde, desde dentro de la casa, alcanzaría a ver la jardinera vacía, y al cuervo desprendiendo con el pico el último brote y colocándolo, alineado junto a los otros, sobre el muro de la terraza.

lunes, 25 de enero de 2010

Ricardito Rivera


“Recordando a Ricardito Rivera”, una colaboración para Penúltimos Días. (Sin relación con el tema de este blog).

miércoles, 20 de enero de 2010

Agradecimiento

Apenas publicado Cultura visual en Japón: once estudios iberoamericanos, en septiembre del año pasado, Rafael Rojas lo reseñó en Libros del crepúsculo. Coincidió la reseña con el Premio Internacional de Ensayo Isabel de Polanco otorgado a Rafael por Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica, de ahí los comentarios al post. Agradezco -ahora públicamente, también a nombre de Amaury- su reseña, y recomiendo tanto su libro como su blog, algunos de cuyos posts más recientes han dado pie a un muy interesante debate.

lunes, 18 de enero de 2010

Ruidos

En la entrevista de Chiquito de la Calzada con Buenafuente, a la que aludía en el post anterior, Chiquito cuenta de una enorme rata que apareció una vez en el escenario, en medio del espectáculo. La anécdota, salvando la parodia de Chiquito al relatarla, no es exagerada. Tokio tiene tantas ratas –y de buen tamaño- como tiene cuervos. En el apartamento donde viví de 1999 a 2001, en el barrio de Nagasaki, cerca de Ikebukuro, me despertaron en una noche de verano, émulas de una caballería galopando sobre el cielo raso. A la mañana siguiente, la casera, como quitándole importancia, supuso que me tranquilizaba: “no te preocupes, son las ratas”. No recuerdo si fue sólo ese verano o si, luego, la costumbre me haría dejar de oírlas.

Lo mismo ocurriría con otros dos sonidos habituales durante mi estancia en ese apāto (1). El primero era la transmisión de los ejercicios matutinos por radio, que, puntualmente, a las seis de la mañana, repicaba cada día en los altavoces del parque al otro lado de la calle, mientras señores y señoras de la tercera edad cumplían obedientemente las indicaciones de la monitora radial. Al día siguiente de haberme mudado, la transmisión me despertó como si me hubieran levantado con el jarro de agua fría de marras. Después, también dejaría de oírla. El segundo sonido era, simplemente, tenebroso: una especie de ronroneo como de motor de agua que, en un primer momento, supuse provenía de alguna ingeniería del parque, pero cuya nocturnidad, cavernosidad, pausas, e imposibilidad de determinar su procedencia, me despavorían. Ocurría dos o tres veces a la semana y sólo después de prestar mucha atención pude colegir, para mi mayor horror, que no eran sino voces repitiendo, casi al unísono, un sonsonete. Semanas más tarde logré adivinar, veladamente, el mantra del Nam Myōhō Renge Kyō . La casera pertenecía a la controvertida secta de la Sokka Gakkai (para mí no menos tenebrosa) y su apartamento –en el primer piso- era uno de los centros de reuniones de los adeptos locales.

Con los ruidos me sucederían, en ese mismo edificio, un par de situaciones simpáticas. Una tarde la casera me llamó porque los vecinos de al lado se quejaban de que yo hacía mucho ruido. A mí me extrañó porque sabía que en los apartamentos japoneses se oye -como diría mi amigo Fernando Iglesias- hasta cuando se te rompe un condón, y la música (o la tele, incluso) la oía con audífonos, pero no dudé que ello se debía tal vez a mis visitas o, sencillamente, a ese resquemor contra los extranjeros que todavía sigue siendo frecuente en muchos japoneses y que tal vez los hace inmiscuirse -más de lo que ya es habitual en ellos- en las intimidades de sus vecinos foráneos. Mi respuesta fue, ni más ni menos, lo que había sucedido y pensado durante ese tiempo: que de mis vecinos nunca había escuchado ni un solo ruido y que, en realidad, la sensación que tenía era de que me estaban vigilando. La casera, que no esperaba esa respuesta, se encontró de pronto defendiendo a los vecinos, y así se cerró el asunto.

Pocos días después, regresando de noche hacia la casa, encontré una radiograbadora en la basura. No dentro de un tanque de basura, sino al lado. En Japón, la obsolescencia comercial de los productos es muy veloz, las habitaciones son demasiado pequeñas como para almacenar o guardar “por si acaso” y, en muchos casos, la depreciación hace que ni merezca la pena venderlos en segunda mano. Debido a que los japoneses son -por lo general- bastante cuidadosos con sus pertenencias, a que la basura es meticulosamente separada, y a que existe una regla no escrita de que si algún efecto eléctrico abandonado no está buen estado se corta el cable de conexión a la electricidad, ir de “gomi shopping” (gomi significa basura) es habitual, mucho más para los becarios extranjeros, que aprovechábamos cualquier gratuidad. El caso es que poco antes del amanecer- la radiograbadora funcionaba perfectamente y la había dejado conectada en la habitación de al lado- me despertó una canción de moda en inglés. Aún medio dormido, supuse que la música llegaba desde el parque, y que los ejercicios matutinos habían cambiado de presentación; luego, que la canción sonaba en el apartamento de esos mismos vecinos de los que nunca había oído ningún ruido, los cuales, acaso, procuraban vengarse haciéndome desvelar; finalmente, me extrañó que dos japoneses mayores, y tal como los había visto, hubieran escogido para molestarme ese tipo de música. Me levanté, y descubrí que la radiograbadora había estado programada como despertador con esa música y que por alguna razón acústica desde el dormitorio era imposible determinar que provenía de la habitación de al lado. Entre lo que tardé en despertarme del todo y lo que me puse en pie, la música habría sonado unos quince minutos, tiempo suficiente, me dije, para que me inculparan, ahora sí, con una queja fundada. Felizmente, nada sucedió.

Muchos extranjeros sostenían que en Japón había mucho ruido, pero se referían, básicamente, a todas las grabaciones que en el tren, en los elevadores o, incluso, en ciertos vehículos, indicaban el recorrido, las estaciones, los pisos, o bien advertían la dirección de los desplazamientos; igualmente, a ciertos camiones de venta con altavoces y a muchas máquinas que orientaban sobre la operación a realizar. (En una ocasión un artista alemán, estudiante de artes plásticas y al que conocíamos, hizo una exposición sobre Tokio en la que mostraba una ciudad que a mí me resultaba exageradamente colorida; al preguntarle, me respondió, que en realidad, Tokio era así; yo reconocía el color de Tokio, pero no en grado semejante al de las ciudades de Portocarrero). Cuando llegué a Japón, una de las cosas que más agradecí fue, precisamente, la sensación deslizante que lo envolvía todo: nada de gritos, puertas chirriantes, motores roncos, autos echando humo o bocinas pidiendo impacientemente el paso, sino más bien una especie de calma de movimientos, sonidos suaves o sordos y voces pausadas. Nunca, y a pesar de escuchar persistentemente aquello que los demás llamaban ruido, cambió esa sensación. Los cuervos graznaban todo el día, pero las reparaciones de las calles, por el contrario, parecían no existir.

(1). Apāto (アパート) se denomina a los edificios construidos en madera (en este caso era un edificio de dos plantas y mi apartamento se encontraba en el segundo piso); los de ladrillo o concreto se conocen como manshon (マンション). 

miércoles, 13 de enero de 2010

Chiquito de la Calzada


"Chiquito de la Calzada", una colaboración para Enrisco.

(Aunque la nota no está relacionada con el tema de este blog, el hipervínculo “visita anterior de Chiquito al programa”, en el último párrafo, lleva a una entrevista de Chiquito con Buenafuente, donde, tanto en su primera como en su segunda parte, pueden disfrutarse las simpáticas anécdotas del genial comediante malagueño sobre su espectáculo de flamenco en Tokio).

sábado, 9 de enero de 2010

Campanadas en Ginza, primer amanecer del 2010 con el monte Fuji y saludos del emperador



Desconozco la razón por la que los videos aparecen segmentados; haciendo doble click en la imagen pueden verse correctamente en You Tube y en una nueva ventana.

Este primer video de Hirokochannel ilustra lo que comentaba en Feliz 2010, acerca de las diferencias de Shibuya y Ginza en la bienvenida al año nuevo. Un indicador más del desplazamiento de la centralidad de los sakariba -sucintamente, el lugar de mayor interacciones culturales de la ciudad- que parece coincidir con el desplazamiento espacial de las tendencias juveniles de consumo y moda, una vez que las zonas anteriores han asentado su carácter. El proceso, por supuesto, no es nuevo; ni tampoco únicamente determinado por ello. Desde el período Edo hasta el terremoto de 1923, Asakusa fue el sakariba por excelencia de Tokio; y luego, sucesivamente, lo serían Ginza, Shinjuku y Shibuya con la extensión, desde los noventa, de la famosa zona de Harajuku, que si bien no comparte la misma diversidad comercial, es actualmente el centro de las tendencias de moda (y ya no sólo de Japón). Con centralidad de los sakariba me refiero a su papel preponderante como centro eventual de una ciudad, cuyo núcleo físico, el palacio imperial, se encuentra (como ya advirtiera Barthes, en El imperio de los signos) aislado.




El segundo video muestra justamente una de las dos ocasiones en que se permite la entrada a los jardines exteriores del palacio: el dos de enero, para recibir las congratulaciones del tennō (emperador), y el día de su cumpleaños. Una ceremonia de la que reniegan aquellos que discrepan con el sistema imperial, y especialmente quienes repudian los crímenes de guerra cometidos bajo la bandera del sol naciente. No obstante, acuden los otros -que el espíritu de un Japón racial y culturalmente superior, líder panasiático, no ha terminado-, pero también quienes sólo quieren presenciarlo como un espectáculo más, y tener la ilusión de ver a la familia imperial (aunque más probablemente a la controvertida princesa Masako) lo más cerca posible. Y hay, por supuesto, muchos extranjeros. Yo fui uno de ellos hace ya más de diez años, acompañado por el curador Masaki Motoi y por un grupo de familares y amigos, entre los que creo se encontraba la grabadora cubana Sandra Ramos. La ceremonia se repite unas tres o cuatro veces al día y a la entrada a los jardines entregan banderas japonesas que a la salida pueden ser desechadas en un cajón dispuesto para ello. Tal como se ve en la filmación, la familia imperial aparece detrás de una pantalla transparente y las palabras del emperador no pasan de ser las congratulaciones habituales.

Quisiera hacer notar que, casi al igual que en primer video, la única ocasión en que vi los pasillos de una estación de metro de las dimensiones e importancia de Hibiya -uno de los más cercanos accesos a Ginza- completamente vacía, fue un 31 de diciembre. Asimismo, que mientras camina hacia el cruce de la joyería Wako, donde se hará el conteo, la protagonista se pregunta si habrá gente, una duda que, evidentemente, no hubiera tenido lugar de haber estado yendo hacia Shibuya. Y, por último, que me sorprendió oirla mencionar a Odaiba -un extremadamente reciente (y aséptico) espacio de ocio y comercial, distanciado de la noción de sakariba- como otro de los mayores lugares para hacer el conteo de fin de año.

En ambos videos hay muchos detalles y espacios que bien merecerían algún comentario y, en ese sentido, los considero bastante ilustrativos. Desconozco, eso sí, si la playa de impenitentes surfistas de Chigasaki, en Kanagawa, adonde la protagonista acude a congelarse para ver ese primer amanecer del 2010, pudo ser, acaso, la misma playa adonde Hokusai refiere su conocida ola del Kanagawa, tal vez la más famosa de sus treinta y seis vistas del monte Fuji.

domingo, 3 de enero de 2010

Oro


En el prólogo a Cultura Visual en Japón. Once estudios iberoamericanos, Amaury y yo aludíamos a la pertinacia con la que, incluso en ciertos ámbitos universitarios, se nos exige a quienes trabajamos sobre áreas culturales no occidentales, o bien poseer un conocimiento enciclopédico sobre cualquiera de la culturas de la región, o bien confirmar los imaginarios que los interesados tienen sobre ellas. La dificultad de enterarles que una especialización no es una versión de Wikipedia y que atiende por igual a intereses personales del investigador, va frecuentemente aunada con la reticencia de los propios (en apariencia) interesados para colaborar y aprender en la búsqueda de sus respuestas. Aunque tal vez más adelante cuente algunas anécdotas al respecto, el tema lo traigo a colación por un fragmento de la novela Oro, de Dan Rhodes (Madrid, Alfaguara, 2008, pp. 23-24), donde la protagonista, hija de galesa y japonés y de rasgos casi completamente japoneses, que apenas ha vivido en Japón y desconoce tanto el país como el idioma, es asediada con las preguntas más disimiles sobre la cultura nipona. Su solución fue sencilla: fingir el personaje que le asignaban y comenzar a indagar sobre Japón y luego sobre el resto de Asia, pues también le inquirían de ello. Copio aquí parte de este fragmento, que también podría ser problematizado en otro sentido totalmente ajeno a la trama de la novela: el de la discriminación en Japón de los descendientes de japoneses que han nacido y crecido en otros países.

(…) Empezó a ver pelìculas de arte y ensayo, filmes de terror y animación y documentales de televisión sobre la vida en Tokio, las geishas y las secuelas de Hiroshima. Se llevó guias de viaje y libros ilustrados en préstamo de la biblioteca y le pidió cómics de manga a su madre por Navidad, y leyó obras de Haruki Murakami, Yukio Mishima y Banana Yoshimoto. Acabó por acumular unos conocimientos bastante amplios y hasta descubrió que su prolongada y cuidadosamente cultivada indiferencia hacia el país se había visto remplazada por un genuino y moderado interés, de manera que cuando la gente le hacía preguntas sobre cosas relacionadas con Japón ya no gastaba energías en sentirse ofendida, sino que la abrumaba en cambio con información histórica. (…)

Puesto que la curiosidad de la gente no se detenía en aguas jurisdiccionales japonesas, hizo acopio de datos triviales sobre el este de Asia, que distribuía con despreocupada generosidad (…) Cuando la gente le preguntaba,como hacía a menudo, si era cierto que en las máquinas expendedoras del metro de Tokio podían comprarse bragas de colegialas usadas, les decía que se largaran y que no volvieran hasta tener una pregunta sensata que hacerle (…)